
En el tenebroso territorio de Kewña Wayko, en lo alto de una montaña habitaba una vieja dragona, criando a su pequeño dragón.
Había cumplido éste, sus primeros 10 años de vida. Y el pequeño dragón, no estaba interesado en aprender a volar. Mientras salía su madre en busca de alimento, el pequeño dragón se quedaba en el nido, durmiendo y comiendo, todo lo que quería. Hasta que un día, la dragona se dio cuenta, de que su pequeño dragón era comilón, dormilón y barrigón. ¡No! Su hijo no podía acabar así, como un pollo con las alas llenas de grasa.
En el principio, esto había causado una preocupación en la dragona; pero después había logrado convencerlo al pequeño dragón, de que empezarían juntos con el entrenamiento de vuelo.
Así que, al cabo de varios meses de práctica (una vez a la semana), el pequeño dragón había logrado elevarse y planear, incluso mejor que ninguno otro de su misma edad; lo cuál ya era orgullo de la dragona.
Y en una mañana, mientras se calentaban con los primeros rayos del sol como acostumbraban, dijo la dragona:
—Qué tan difícil es la vida.
—¿Porque suspiras, mamá?—preguntó el pequeño dragón.
—Hijo, hoy me siento un poco cansada, triste y vieja.
—Caramba, mamá. Nunca digas eso, te harás más vieja y si así lo piensas.
—Está bien, lo sé—dijo, calmadamente la dragona—. Criarte y alimentarte nunca me ha sido fácil. Estoy un poco cansada....
Parecían disfrutar ambos de aquella maña. Y, un momento después, como si recordara súbitamente algo, dijo:
—Recuerda, que hoy, es el último día de tu entrenamiento de vuelo.
—¡Ay, mamá, lo olvidé!. Hoy quería bajar al río a nadar, y, lavarme las patas...
—Vamos, hijo. Mamá siempre desea que seas mejor... en la vida. Quiero que seas un buen cazador y pescador...; y no un gordito perezoso, que come y come, que duerme y duerme todos los días. Uno nunca sabe qué va a pasar mañana—parecía asomarle una vaga tristeza a los ojos de la vieja dragona—. Vamos mi pichoncito. Además, tienes que seguir quemando esas grasitas, para que baje esa barriguita. Dilo. ¿Si?.
—Está bien, mamá, tú ganas. Saldremos a volar.
La dragona lo miró a los ojos con ternura, y estiró una ala sobre él, como si lo abrazara.
—Volar es agradable, hijo, cuerpo sano y mente sana.
Y, unos minutos después, quiso saber.
—¿A dónde iremos, mamá?.
—Hoy, conocerás un hermoso lugar...
Luego, se quedaron en silencio como si esperaran que se elevara un poco más el sol. Contemplaban largamente el extenso valle que tenían delante, surcado por un caudaloso y serpenteante río.
—Mamá, este lugar es nuestro ¿verdad?.
—Buena pregunta, hijo. Sí—respondió calmadamente la dragona, volviendo apreciar el valle, hasta donde alcanzaba con la vista—. Yo nací, crecí aquí; tú también, eso nunca lo olvides. Cuando algún día decidas alejarte, recuerda que siempre tienes que volver. Esto es muy importante. Se nos hace tarde, hijo—pegó la mirada en el cielo azul—, vamos. Cuando volvamos, te serviré una deliciosa torta de setas que te preparé...
De modo que, se lanzaron a volar... Y, empezaron a planear con las alas extendidas sobre el valle. Luego, veían reflejar sus imágenes sobre las trémulas aguas cristalinas del río, al pasar.
—¿Ves esa barriguita amarilla? —señalaba su madre hacia abajo—. Volar es agradable ¿no es cierto, hijo?.
—Ya lo sé, mamá. Ahora cuando volvamos, quiero mi torta...
—Está bien. Lo prometo, hijo.
Empezaron a alejarse juntos así, volando hacia el sur. Y pronto, salieron del valle, de donde vivían. Hasta que después de explorar varías horas, llegaron a unas estrujadas montañas sombrías. Volaron y volaron. Solamente hacían paradas, sobre rocas altas, cada vez que deseaban llenar los pulmones con grandes bocanadas de aire. Estaban emocionados de llegar hasta estos lugares, que los parecía, sin duda, atractivos. En donde horas más tarde, les sorprendió una tormenta de lluvias.
—Volar bajo la tormenta es un desafío, te enseñaré cómo se hace—decía la dragona para animar al pequeño dragón, mientras batían las alas empapadas en medio de la lluvia que oscurecía el cielo.
—Mamá, no puedo más..., ¡esto es asombroso!... —respondía con la voz entrecortada, el pequeño dragón, mientras les azotaba un violento ventarrón haciéndoles tambalear.
Por una parte, el pequeño dragón, iba tan contento por haber volado muchas horas seguidas y enfrentarse a una tormenta, por primera vez. Pensando que pronto sería más listo que otros con esta experiencia. Y, llegaría a conocer muchos otros lugares, por su propia cuenta; Pero mientras continuaban así surcando el cielo con tormenta, tuvieron un accidente fatal: un rayo electrizante les alcanzó y chocaron estrepitosamente contra unas rocas, que eran una de las crestas más peligrosas de una de las montañas de aquel territorio. Ambos se precipitaron, y se estrellaron sobre las piedras durmientes, cubiertas por la nieve en la hondonada: la madre murió instantáneamente, y el pequeño dragón sobrevivió, quedándose huérfano y mal herido. Porque, se estropeó gravemente las delicadas alas membranosas.
Estuvo así, atrapado, durante días sin probar alimento. Hasta que despejado el cielo, en una soleada mañana, dos niños que subían de una aldea detrás de un grupo más numeroso de llamas encontraron, y lo rescataron.
Al principio se asustaron de su aspecto raro. Pero después, comprendieron de que no había nada malo en los entristecidos ojos del pequeño dragón. Era tan hermoso verlo el color verde de sus escamas metálicas bajo el sol, sobre la nieve.
Más tarde, entonces, al darse cuenta de que estaba hambriento le dieron de comer un poco de macha-machas, y lo hicieron beber abundante agua en un cántaro de arcilla. Para sorpresa de los niños, el pequeño dragón comió con qué ganas, y, tan pronto se repuso de fuerzas hasta poder intentar caminar sobre sus 4 patas. Todavía esto los puso contentos a los niños.
—Ahora tenemos un dragón ¿qué haremos, Niwa?—dijo uno de los niños.
—Cuidaremos de él—respondió una niña, suspirando.
—Pero ¿cómo?—cuestionó Totocayo, como preocupado.
Ambos niños se sentaron sobre una piedra, y pensaron un largo momento en silencio. Y después, exclamó la niña:
—Tengo una idea.
—¿Cuál?— la miró a los ojos, el niño.
—Llevaremos a la aldea.
Totocayo volvió apoyar los codos sobre las rodillas, en una expresión, como si no estuviera de acuerdo con esto.
—Pero mi padrastro y los aldeanos no aceptaran, y nos...
—Lo sé—contestó la niña, con decepción.
—Buscaremos una choza en ruinas, para...
—¡Mejor, ocultaremos en el campanario!—dijo interrumpiendo alegremente.
—Sí. Está bien—asintió el niño.
—Estará más seguro, allí arriba—dijo, Niwa con decisión y confiada.
Así lo hicieron.
El campanario, no era más que una de las torres del antiguo castillo que estaba en las afueras de la aldea. Allí todo era misterio, el mismo castillo lo era. Por eso casi nadie iba allí... salvo alguien que se hacía valiente, y para después, jactarse.
Hicieron andar (como sea) al pequeño dragón, hasta allí, mientras el sol caía detrás de la montañas. Por suerte nadie los vio, ya que los aldeanos casi nunca dirigían la vista a esa hora, al misterioso castillo.
Y, cuando una vez, se acercaban al castillo, iban hablando. Rato en rato, se detenían para discutir.
—¿Has oído la historia de este castillo?
—No—dijo Totocayo—. ¿Tú sí?.
—Sólo sé que está encantado, ...
—¿Cómo es un castillo encantado?.
—Tampoco sé cómo es—contestó Niwa, dándose cuenta de esto por primera vez, de que nunca había pensado en averiguar.
—Yo sólo sé que los aldeanos prefieren no hablar de esto... a lo mejor tampoco saben ellos cómo apareció..., dejemos esto para más adelante.
Llegaron y se detuvieron ante una gran portada en forma de arco, apoyadas sobre un par de columnas colosales de piedra, que ostentaban figuras de serpientes.
—¿Tú tienes miedo?—preguntó Niwa, para saber qué pensaba Totocayo.
—Si estás tú, no. ¿Tú sí?—dirigió los ojos.
—En realidad, en este momento, no—diciendo esto se adelantó Niwa, y, tiró con fuerza del hocico del dragón con la soguilla para que entrara.
—Entonces yo tampoco—atravesaron así, la puerta hacia el interior.
Caminaron largamente sobre el ancho empedrado que los llevó entre unas estatuas de piedra. Una bandada de cuervos se alborotaron y alzaron los vuelos graznando, al notar la presencia de los extraños. Totocayo y Niwa levantaron la vista, nerviosos, siguiendo el vuelo de esas aves oscuras que pasaban por entre las torres que parecían hincar los cielos.
—Seguramente nunca han visto un dragón—murmuró Niwa.
—Tal vez no saben lo que es un dragón... y quisieran comerse uno...—respondió empuñando una piedra en una mano, Totocayo.
Pasaron otra puerta, ésta vez, al mismísimo interior del castillo. Cruzaron después espaciosos ambientes, cubiertas de gruesas capas de polvo y cortinas de telarañas que se movían en los oscuros pasadizos. Encontraron unas escaleras que subían a los pisos superiores. Y siguieron adelante respirando con firmeza.
Demoraron casi media hora. A duras penas subieron por las gradas, peldaño a peldaño; hasta que finalmente, se encontraron, sobre un enlosado piso circular que era la torre del campanario. Durante un segundo no se dieron cuenta. Unas cuatro enormes campanas de oro colgaban desde arriba, todas de igual tamaño. En la forma que tenían esas campanas, imaginaron, que para tocarlas era probable que se necesitaban la fuerza de varios hombres. Porque los huevos de aquellas campanas eran tan enormes. Pero en aquel instante, poco les importaba eso. Lo más urgente era que encontraran un sitio acogedor, en donde podía instalarse el dragón. Y el pequeño dragón fatigaba, seguramente estaba cansado también, porque lo habían obligado subir sin descanso.
—Aquí pasará la noche—dijo, Niwa, recorriendo con los ojos por los muros que estaban echas de enormes piedras ensambladas.
—Ojalá no haya más murciélagos que lo molesten—dijo Totocayo viendo salir a un murciélago, por una de las altas ventanas.
El pequeño dragón se desplomó, resoplando, como si estuviera cansado también. Y los devolvió la mirada a los niños con sus amarillos ojos de sapo, no de una manera que se pudiera pensar maligna; si no, como si estuviera agradecido de ellos eternamente. Y que todavía estaba triste. O por lo menos, eso imaginaron comprender los niños.
Bueno, no tenían que demorar tanto, en el campanario.
Y, antes que abandonaran el campanario, asomaron por una de las altas ventanas para echar la última vista sobre la aldea. En aquel instante, después del crepúsculo, la tarde caía.
Allí arriba cada cosa parecía silbar con el viento que traspasaba las ventanas. En seguida, se apartaron de la ventana de un salto, y bajaron por las mismas gradas a toda prisa, de dos en dos. Temerosos de quedarse atrapados por la noche. Después, salieron y se alejaron del castillo a trompicones corriendo para entrar en la aldea.
En los siguientes días, llevaron nuevas cosas para que comiera, adivinando que le gustaba, calabazas, choclos... y otras cosas. Incluso hasta le hicieron un par de antorchas para que espantara a los murciélagos y durmiera así a gusto, bajo la crepitante luz amarilla. (CONTINUA EN LA PRÒXIMA)
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